mangOsta

febrero 19, 2010 at 6:02 am (Uncategorized)

Recorres el desierto a paso lento. Cada movimiento de tus pies sobre la arena es flama que quema el alma y descompone un poco el dolor. No necesitas de una cuarentena de exilio, ni una veintena de ayuno. No buscas santos, ni realizas penitencias. De nada te has arrepentido, de nada te has quejado y no lo haces en este momento de vano egoísmo que te obliga a ser tú y nadie más. Has descubierto que la soledad es un elemento intrínseco de la magia. De la magia de ser y hacer. De hacer y deshacer.

Ayer caminabas sin rumbo, te adentrabas en la nada, en el espacio vacío. En las montañas de arena que sólo se rompen en el horizonte. No sabías qué buscar, indefinidamente avanzabas, seguías, relucías bajo la luz del sol. Habías caminado unas horas cuando una tormenta de arena te arrastró, te alejó de ese objetivo aún inexistente. De pronto descubriste que con ella se quedaron enterrados muchos de tus miedos, de tus dudas, gran parte de lo que deseabas desechar. A veces el sepulturero de nuestras debilidades es uno mismo, basta materializar el momento perfecto para la tormenta, lo que la arena no tape puedes recogerlo, lo demás nunca existió.

Eso fue ayer, eso fue pasado, recuerdo, mirada, un poco de alucinación. Hoy percibes cómo lentamente el cielo se despeja, se abre, el humo de polvo suave desaparece. Tu visión se aclara. Te tomas tu tiempo para ubicar el sur, para ir al mar, al azul turquesa rodeado del blanco poroso de las rocas mordisqueadas por la sal. Tu brújula apunta y tú avanzas en sentido contrario.

Dos días, larga caminata hasta llegar a ese lugar olvidado  medio del mundo, en medio del espacio y la locura. Aquí sólo pretendes una cosa; disfrutar del eterno beso de las olas cristalinas y la arena que se humedece al absorber la embestida crucial del mar; del agua, del amante furioso y acariciante; del colmillo de una pasión difuminada bajo los rayos del sol.

Sin embargo, inesperadamente algo llama tu atención. Ves que se arrastra entre la arena del desierto, se desliza lentamente. Surca el suelo con su cuerpo estilizado, con su ligereza elegante y amenazante. Rompe cada grano bajo su piel escamosa. Finge no percibirte, finge no saber que estás aquí. Eso te atrae, te llama. Te enloquece.

Al llegar a las rocas se detiene, se levanta sobre sí misma, abre su piel; te grita con sus movimientos todo lo que deseabas escuchar. Tu estómago vacío reacciona, te recuerda que tu contacto con los demás ha sido inexistente. Te agazapas, la observas desde la distancia, sientes bajo tus garras cómo la arena reacciona. Ella se prepara, sabe lo que estás pensando, sabe que la quieres. Tú sabes que no hay nada más que importe. Ni las olas en su quejido eterno, ni el sol en su lenta agonía. Nada. El cielo se pierde, tus ojos se cristalizan. Te apoyas en ti  mismo, en nadie más. Saltas como aprendiste en tu soledad. Tus colmillos lo disfrutan, tu piel se eriza; orgasmo de la demencia. Cuidas no morder su cabeza, sabes que en ella radica la belleza del peligro. Así que la tomas, la observas, la arrancas. El banquete está servido.

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